Por Pamela Méndez
Este año, la conferencia climática más importante del mundo, la COP30, se celebrará en Belém, en pleno corazón del Amazonas. Y no es casualidad. La elección de esta sede busca algo más que un cambio de escenario: es una declaración simbólica sobre la urgencia de la acción climática para vivir dentro de los límites planetarios.
Llevar la conversación al territorio amazónico implica descentralizar la discusión, visibilizar a las comunidades que viven los impactos del cambio climático y confirmar la importancia del Sur Global en la mitigación y adaptación a estos cambios.
La decisión ha sido bien recibida por muchos. Representa una oportunidad única para que el mundo vea de cerca los desafíos y la riqueza natural de la región más importante para la estabilidad climática del planeta.
Además, la organización ha hecho esfuerzos por ampliar la participación de la sociedad civil y por promover una agenda de acción centrada en la implementación y la justicia climática. En esta edición, se espera avanzar en compromisos, así como también en mecanismos concretos de financiamiento y adaptación.
Sin embargo, la ambición simbólica ha chocado con una realidad logística compleja. Belém, una ciudad de 1.5 millones de habitantes, enfrenta una infraestructura limitada para recibir a las más de 30 mil personas que se espera participen en la cumbre.
Los precios del alojamiento se han disparado a niveles comparables con los de las principales capitales turísticas de Brasil, y muchos países, especialmente los más vulnerables, han debido considerar reducir el tamaño de sus delegaciones o acortar su estadía.
Esto plantea un dilema preocupante. La COP30 nació con la promesa de amplificar las voces del Sur Global y de los países más vulnerables por el cambio climático, pero las dificultades de acceso podrían terminar reduciendo la diversidad y representatividad del encuentro.
Como señalaron representantes de los países menos desarrollados económicamente, y de los pequeños Estados insulares, limitar la presencia de negociadores no solo afecta la visibilidad de sus causas, sino también su capacidad real de incidir en las múltiples mesas de negociación que ocurren en paralelo durante la conferencia.
El gobierno brasileño ha intentado mitigar el problema reservando cupos de habitaciones subsidiadas para estas naciones y acelerando la construcción de nueva infraestructura, pero los esfuerzos parecen insuficientes frente a la magnitud del desafío.
A esto se suman retrasos en las obras y tensiones laborales que han complicado aún más los preparativos, y esto nos lleva a preguntar: ¿estas obras no tendrán un impacto en este ecosistema que se busca proteger?
El lema de la ODS es “sin dejar a nadie atrás”, y realmente será difícil alcanzar acuerdos ambiciosos si no están todos los actores presentes. La equidad en la participación no es solo un principio ético, sino una condición práctica para lograr decisiones legítimas y sostenibles.
No obstante, se ha confirmado que los principales líderes mundiales se reunirán en Belém el 6 y 7 de noviembre —antes del inicio formal de la COP—, y existe el riesgo de que parte de las definiciones más relevantes se tomen en ese espacio reducido, dejando fuera a negociadores y representantes de países más vulnerables. Sería un hecho inusual para una cumbre que, justamente, buscaba amplificar esas voces.
Más que mirar con optimismo ciego, debemos estar alerta: esta COP30 tiene muchas luces, pero sus sombras podrían definir si será recordada como un esfuerzo efectivo o como otra ocasión en que la logística y las desigualdades limitaron lo que debería haberse logrado.